Monday, November 13, 2006

La Sumisión (Taslim)

Como todo sufí sabe, la esencia del Sufismo es la sumisión (Taslim), o abandonarse, entregarse a la voluntad de Dios. Pero como transitar por la senda sufí es cosa del corazón, no de la mente, habían pasado diez años cuando empecé a comprender en mi corazón la naturaleza de la sumisión (Taslim).

“Bueno, ¿quieres hacer un viaje conmigo?”

Al oír las palabras del Maestro, di un brinco desde el suelo soltando mi manta y tratando de conseguir una apariencia presentable. Llevaba tres meses viviendo en el Janaqah, durmiendo en un duro y frío suelo de piedra, cubierto de alfombras persas de quinientos años, rodeado de paredes cubiertas hasta el techo de libros sufíes; la habitación donde yo vivía era una combinación de lugar de venta para los libros publicados por la Orden y de sitio donde se reunía la asamblea y también donde los sufíes meditaban, bebían té y hablaban; por tanto, lo menos parecido a algo privado.

Durante los tres meses que llevaba en Teherán, había salido del Janaqah muy pocas veces, casi siempre para ir al baño público a darme una ducha. Pasaba los días sentado en el suelo, leyendo poesía sufí, redactando la traducción de los escritos del Maestro, hablando con los sufíes que visitaban el Janaqah, bebiendo té, tomando comida casera persa, meditando.

Algunas noches cuando no podía dormir, salía al exterior y paseaba por un sendero que discurría alrededor de tres grandes albercas enlosadas en azul y a las que rodeaban intrincados jardines llenos de flores y verdor.

Por supuesto no había agua caliente y el agua fría estaba fuera. Las facilidades para el aseo, que básicamente consistían en dos profundos agujeros situados en un cobertizo, no eran como para adaptarse fácilmente, pero, a pesar de todo, en general la vida no era incómoda. Tenía un horario flexible de 9 a 5. No tenía que limpiar, ni guisar, ni debía ocuparme de los múltiples problemas del día a día.

Lo mejor de todo era que el Maestro estaba allí. La primera tarde estuvimos regando y preparando un lugar donde el maestro pudiera recibir a los visitantes que venían a pedirle consejo y favores, o simplemente a hablar con él. Durante el día el Maestro se instalaba en la habitación donde yo vivía ocupándose de los asuntos del Janaqah o de alguno de los libros que escribía constantemente.

Siempre que surgía la oportunidad intentaba que el Maestro me hablara sobre el Sufismo. Él me seguía el juego algunas veces, otras no. Me acuerdo de una vez en que con mi imperfecto persa le pregunté si Bayazid era un khaili bozorg (muy grande) sufí. Me contestó: “En el Sufismo la grandeza reside en el que se hace pequeño, no grande. Bayazid estaba lo más cerca que se puede estar del cero”. Otra vez le pregunté sobre la diferencia entre Fanā (aniquilación de sí mismo en Dios) y baqā (subsistencia en Dios). Me replicó: “Es como la gota y el océano. Cuando la gota alcanza el océano ese momento es Fanā. Entonces la gota se convierte en océano y eso es baqā. La gota desaparece: Fanā. Es océano: baqā”.



“¿Entonces Fanā debe conducir siempre a baqā?”. Pregunté. “No”, dijo, cogiendo una caja de cerillas. “Fanā es baqā”. Señaló hacia un lado de la caja. “Fanā”, dijo. Con una sonrisa giró la caja y señaló hacia el otro lado, diciendo “baqā”. Me quedé allí sentado intentando entender su respuesta mientras él volvía a trabajar en sus papeles. Un momento después me miró de arriba abajo y me dijo: “Tienes que ir tras de Fanā no de baqā”. “¿Por qué?” pregunté. “Porque de otro modo sería como si fueras al bazar a convertirte en comerciante”.



Un día me preguntó cuánto tiempo quería estar en Teherán. Ahora, diez años después sé cuál es la respuesta correcta, pero entonces contesté sin dudar: “hasta que esté curado de la enfermedad del nafs (el ego) ”. El Maestro rió: “¿No crees que incluso esta purificación del nafs es un deseo del nafs?. Vive en el recuerdo de Dios y no te preocupes de otra cosa”.

A veces el Maestro visitaba otros Janaqahes pero yo no solía ir con él. Así que cuando aquella mañana me preguntó si quería acompañarle en su viaje, salté de alegría considerando mi suerte: “Hatman (por supuesto)”, le contesté. El Maestro estaba ya en la puerta con un gorro ruso de piel y un amplio abrigo. Solamente destacaba su silueta a la luz del atardecer.

“Bien.... salimos en cinco minutos”
Me di cuenta de que no había tiempo de coger nada. Ni ropa, ni libros, ni siquiera el cepillo de dientes. Sólo tenía tiempo de vestirme y coger el abrigo. Cuando estaba en la puerta, atándome los zapatos, llegó un sufí que casualmente hablaba inglés. Le susurré una pregunta:“¿Sabes a dónde va el Maestro?”, “Claro, va a Karaŷ. ¿Por qué?, ¿vas tú también?” Asentí. El sufí meneó la cabeza, haciendo un chasquido con su lengua. “¿Qué es lo que pasa?”,“Tú mismo lo descubrirás”.



Tenía razón. Lo descubrí.

Karaŷ es una pequeña ciudad a unas treinta millas de Teherán. El Maestro estaba construyendo un Janaqah en una montaña, desde la que se dominaba la ciudad. Era un lugar muy bello. Por la noche la ciudad se convertía en un conjunto de luces que se extendían brillando en todas direcciones hasta donde abarcaba la vista. El único inconveniente era la propia piedra que constituía la montaña. La piedra más dura que yo hubiera visto nunca. Y las herramientas que se usaban eran en su mayor parte las mismas que se podían ver en las miniaturas persas anteriores al siglo XIV. No se podía imaginar un trabajo más agotador. Aunque cada sufí deseaba acompañar al Maestro en sus viajes, muy pocos se ofrecían una segunda vez para ir a trabajar a Karaŷ.

Un día cualquiera comenzaba a las cinco o seis de la mañana, antes de la salida del Sol, con oraciones y un desayuno que consistía en té, queso y pan. Hacia las siete ya estábamos trabajando: mezclando cemento, acarreando piedras o haciendo ladrillos y cribando arena para el hormigón, cuando estábamos demasiado cansados para otra cosa. A mediodía parábamos para comer y hacer un pequeño descanso pero a las dos el trabajo continuaba. No es que alguien te obligara a trabajar. Sería violento quedarse dentro, sentado en una mullida alfombra, bebiendo té y escuchando música sufí, mientras los otros sufíes están fuera sudando. Así que había que salir fuera cada día a trabajar, sin que importara que estuvieras deseando quedarte dentro y dormir.

El trabajo terminaba a la puesta del Sol, pero teniendo en cuenta que el sol se ponía alrededor de las nueve, los días eran interminables. Así día tras día. Cada día igual al anterior. El único escape era dormir, aunque el sueño nunca duraba bastante.

El día siguiente al de mi llegada con el Maestro, algo ocurrió con la presión del agua y de repente no teníamos agua disponible, excepto un pequeño depósito en el exterior, junto a la puerta del Janaqah. No había agua para ducharse, ni para fregar, cocinar o la ablución (wodhu) ... fuera de aquel depósito. Y para acentuar lo absurdo de la situación, el gran depósito de agua que abastecía a toda la ciudad estaba precisamente sobre nosotros en la montaña. Podíamos verlo a todas horas mientras trabajábamos en los montones de piedra alrededor del Janaqah. Después de catorce horas de trabajo estábamos cubiertos de hormigón, empapados en sudor y llenos de polvo. La ropa estaba sucia, los mismo que las manos, la cara y el pelo, pero no había posibilidad de lavarse. En la precipitación de la salida no había cogido ropa de repuesto, así que no podía librarme de la porquería que llevaba encima. El único consuelo era pensar que el Maestro se iría pronto porque no solía quedarse durante mucho tiempo en un Janaqah.

Como yo me figuraba el Maestro decidió volver a Teherán al día siguiente. Pero para mi desesperación descubrí que yo no volvía con él. Había empleado la mañana ayudando a algunos sufíes a trasladar piedras para construir una pared y por la tarde tres de ellos y yo habíamos trabajado transportando carretillas y carretillas de escombros para reforzar la pared. Alrededor de las tres, apareció el Maestro con su gorro ruso y su gran abrigo diciendo que se iba a Teherán. Nos dijo que siguiéramos trabajando pero que lo hiciéramos “lentamente, lentamente” para que no acabar agotados.

Inútil decir que me encontraba hundido. No solamente porque el Maestro volviera a Teherán sin mí, sino por la idea de trabajar hasta la puesta de sol. Faltaban por lo menos seis horas y yo estaba ya achicharrado, sucio, exhausto y exasperado. Mientras veía el coche del Maestro bajando por el serpenteante camino que le conducía a la carretera principal, empecé a encontrarme mal. Mis manos estaban ya cubiertas de ampollas y me dolían los músculos del cuello y de la espalda. Pensé que no aguantaría otras seis horas. Me volví hacia los otros sufíes.

“¿Qué os parecería si me tomara un descanso de un par de horas?”. “Yo diría que no -dijo uno- El Maestro nos ha dicho que sigamos trabajando hasta la puesta del Sol”.

“¡Oh, una pausa!”, me dije a mí mismo. Pero seguí trabajando puesto que todos lo hacían. Silenciosamente, sin embargo, maldije a los otros sufíes, maldije Karaŷ y el barro y la falta de agua. No maldije al Maestro, me detuve justo a tiempo. Una hora después estaba tan enfadado con todo que decidí tomarme un respiro pese a lo que los otros sufíes pudieran decir. Salí como un rayo hacia la cocina a buscar una fruta, un guiso, un vaso de agua, un té, algo. Lo que fuera para romper la monotonía, la tensión, la inexorable presión de Karaŷ.

Cuando me fui a la cocina estaba completamente furioso. Estaba tan harto de todo que no creía poder aguantar mucho más, incluso comer y dormir habían perdido para mí su atractivo. Me senté en las escaleras, a la salida de la cocina, al lado de la habitación del Maestro y soñé con estar de vuelta en Teherán con su agua corriente y sus baños públicos con duchas calientes. Dos años antes, cuando visité el Janaqah de Teherán no hubiera sido capaz de admitir la posibilidad de vivir allí. Ahora me parecía el Paraíso.

Mientras estaba allí sentado lamentando mi triste situación y deseando estar en cualquier sitio menos en Karaŷ, salió de la cocina una de las pocas sufíes americanas que había allí y vino hacia mí. Había vivido en Shiraz algunos años con uno de los Sheijs de la Orden y ahora trabajaba con el Maestro.

“¿Qué sucede?”. Se sentó a mi lado en las escaleras. “Es terrible. No puedo continuar así mucho tiempo. No soy capaz de aguantar. Tengo que regresar” “¿A Teherán”, “no, a casa, a América. No puedo luchar con esto. El trabajo, el barro, sin agua, sin ropa. Ni siquiera me he cambiado de ropa interior en tres días ni me he cepillado los dientes. Odio este lugar. Verdaderamente lo odio”.

“Pobrecillo. ¡Qué dura es la vida!”. Yo no estaba de humor para sarcasmos y me dispuse a decir algo desagradable pero me detuve en el último momento. Ella continuó: “Ya sabes, nosotros apuntamos demasiado alto [nos sentimos importantes]. Somos iniciados y queremos alcanzar un elevado estado espiritual. Pedimos ser probados por el Maestro para demostrar qué grandes sufíes somos. Pero siempre dentro de nuestros límites porque la primera vez que somos verdaderamente probados empezamos a lloriquear y a compadecernos. Y tratamos de escapar como niños pequeños”.

Me hizo una mueca y trató de reprimir la risa. Su pequeño discurso debiera haberme enojado pero no ocurrió así. En cambio me sentí ridículo y pequeño. Ella tenía razón, por supuesto. Recordé una noche, un mes antes en el Janaqah de Teherán. Estaba sentado fuera, en unas escaleras parecidas a estas donde ahora me sentaba, suspirando por tener la suerte de poder demostrar al Maestro lo rápidamente que había avanzado. Ahora veía que había estado caminando sin moverme del sitio. Era todo tan disparatado que yo tampoco pude contener la risa. Pronto estuvimos los dos riendo a carcajadas.

Uno de los otros sufíes debió de oír las risas y vino a ver qué pasaba. Se lo dije lo mejor que pude. Cuando terminé él asintió y dijo: “Vamos hacia el Camino declarando: La elāha ella’llāh” (no hay más Dios que Dios). Pero a la primera dificultad o fatiga o si las cosas no suceden exactamente como queremos nuestros actos declaran: La elāha, La elāha, La elāha y el ella’llāh se lo lleva el viento”.

Todos empezamos a reír entonces. Finalmente me levanté. “Bien, supongo que es mejor volver a trabajar, quedan todavía unas horas de luz”.

Aquella noche, en el suelo del Janaqah tratando de dormir me di cuenta de que realmente estaba empezando a gustarme la suciedad, y el no poder ducharme, afeitarme ni lavarme.

La mañana siguiente, mientras cribaba arena para el hormigón, vi el coche del Maestro que subía el camino del Janaqah. Después de cambiarse de ropa, el Maestro me llamó a su habitación:

“Bueno, ¿qué piensas de Karaŷ?”.

“Es un lugar muy bello”. Quitando el horrible trabajo, era un bello lugar.

“Entonces, ¿quieres seguir aquí o quizás prefieres volver a Teherán?”

“Lo que usted decida”. Yo sabía que era la respuesta correcta aunque por supuesto no fuera la verdad. Admitir esto ante mí mismo, sin embargo, hubiera sido admitir que había mentido al Maestro. Y como un buen sufí yo no le mentiría.

“Pienso que seguramente te gusta más Teherán. Aquí en Karaŷ todo está sucio y a ti no te gusta la suciedad”

“Estoy aprendiendo a que me guste”.

“No, eso no está bien”. Hizo una pausa y me miró fijamente. “La sumisión (Taslim jub-e)”. Se levantó y salió de la habitación. La sumisión (Taslim jub-e) es lo correcto. Abandonarse es bueno.

Supe al instante en mi mente lo que esto significaba pero si lo hubiera comprendido en el corazón, me habría enterado de que aprender a “que me guste lo sucio” no es la meta. No era cuestión de que me guste o no me guste la suciedad. De que me guste Teherán o no me guste Karaŷ. Se trata de aceptar lo que sucede en el momento y estar contento porque es lo que Dios quiere. Sea suciedad o limpieza. Teherán o Karaŷ. Por eso es por lo que los sufíes no piden nada. Pedir algo es poner el propio deseo sobre el deseo de Dios. Es cuestionar la sabiduría de Dios. “Muchas plegarias son pérdida y destrucción” escribe Rumi en el Masnawi , “y Dios en su benevolencia las ignora”.

Los seres humanos dan gracias a Dios cuando les suceden cosas “buenas”. Los sufíes también lo hacen. Pero los sufíes dan gracias a Dios por las cosas malas tanto como por las cosas buenas. Un sufí está agradecido en cada momento porque cada momento es un don de Dios y el sufí es el hijo del momento.

Esto es abandonarse a la voluntad de Dios. “Si en cada momento pudieras aceptar lo que sucede -dijo el Maestro- estarías por fin en la Senda”.

Jeffrey Rothschild en la Revista Sufí #2